Época: Islam
Inicio: Año 610
Fin: Año 2003

Antecedente:
Islam y política



Comentario

La teoría del califato llega a su perfección en los Estatutos Gubernamentales del gran cadí de Bagdad, al-Mawardi, concluidos en el año 1058, pero su práctica había ido evolucionando a lo largo de los siglos anteriores, a partir de los cuatro califas iniciales o perfectos, sin que hubiera una mínima regulación sobre los procedimientos de acceder o ejercer aquella autoridad, que se tenía en nombre y representación de Dios y del Profeta, según el único versículo del Corán que alude a cuestiones de poder: "Obedeced a Dios, a su enviado y a los que ejercen su autoridad". De modo que la práctica política califal hubo de basarse en modelos bizantinos y persas para asegurar la continuidad, que entre omeyas y abbasíes se logró por vía dinástica, aunque sin reglas fijas, y defendiendo el carácter vitalicio del cargo, mientras que los jariyíes exigieron siempre el mantenimiento del principio electivo y los si´ies aceptaban la transmisión personal y oculta del poder de un imam a otro, pues eran personajes carismáticos que representaban especialmente la voluntad divina y, según algunas sectas, tenían incluso capacidad para precisar más la revelación anunciada por Muhammad.
El califa, al hacer cumplir la ley de Dios y definir, hasta cierto punto, lo que era correcto en relación con ella, fue sobre todo un autócrata que combinaba el ejercicio de la autoridad religiosa con el del poder coactivo necesario para gobernar protegiendo los intereses y fines del Islam según su criterio y, por supuesto, según las condiciones políticas lo permitieran: cuando al-Ma'mun fracasó en su empeño de imponer el mu'tazilismo quedó claro que el poder califal no podía interpretar la ley ni añadir nuevas normas más allá de ciertos límites fijados por la autoridad de los doctores (ulama) y no por él. Pero, en general, los creyentes le debían obediencia y tenían que permanecer unidos en torno a su autoridad, evitando toda división o fitna. A él tocaba la dirección del rezo y de la peregrinación, la suprema capacidad de predicar y de interpretar la ley, la defensa de la comunidad y la expansión del Islam mediante la guerra, la administración de la limosna legal, de las diversas contribuciones y del botín obtenido. Cualquier otro poder debía actuar como delegado suyo o en su nombre, so pena de quedar fuera del amparo de la legitimidad: por eso se mantuvo la figura del califa durante siglos aunque el gobierno efectivo estuviera en otras manos, y por eso fue compatible con la gran autonomía conseguida por gobernadores, jueces y jefes militares. Y, por la misma razón, los procedimientos ceremoniales empleados en torno al califa y la imagen política que debía tener se aplicaron, en menor escala o parcialmente, a otros poderes. Ceremonias y tratados políticos solían tener origen o inspiración persa, aunque no siempre: el califa se rodeaba de elementos de sacralización y distanciamiento en torno a su diván o trono, la prosternación o el beso en tierra eran prácticas obligadas al dirigirse a él, el ritmo de su vida estaba totalmente regulado por la etiqueta de palacio, en especial cuando recibía en audiencia o cuando salía para acudir a la oración del viernes o para pasar revista a tropas, y, en fin, disponía de emblemas propios de su autoridad religiosa suprema: la lanza del profeta y el texto primitivo del Corán, que habría pertenecido al califa Utman.